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elecciones chile
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ‘programa’ presidencial en un mundo inestable

Quienes aspiran al sillón presidencial de O’Higgins en Chile debiesen tomar nota de la naturaleza profundamente hostil, e inquieta, del mundo que les tocará gobernar

La Moneda

Mucho se habla en Chile por estos días del programa, el que es definido como el paso previo para elegir un candidato presidencial. Es así como el Partido Comunista ha supeditado la definición de su candidatura presidencial para una primaria a la discusión de un “programa” presidencial del partido: esto es correcto, de no ser que la invocación del programa no es otra cosa que una forma pueril de ganar tiempo al interior del partido de la hoz y el martillo para dirimir entre dos candidaturas irreconciliables. Lo mismo ha sostenido el Partido Socialista, cuya indecisión sobre su propia candidatura ha sido explicada, entre otras cosas, por razones programáticas que un grupo de trabajo ha estado, aparentemente, abordando…como si no estuviese involucrada la necesidad de revertir la decisión insensata de promover una candidatura presidencial propia.

Así las cosas con el programa, un artefacto político cuya construcción y función se han vuelto muy problemáticas en los tiempos que corren.

Hay que tomar muy en serio lo que proponer un programa presidencial quiere decir, en un estado del mundo tan carente de orden y previsibilidad como el de hoy.

Desde hace años que las ciencias sociales vienen hablando de las dificultades para implementar un programa de gobierno, una vez elegido el presidente o el líder de un partido o coalición. Es a esta dimensión de implementación a la que se refieren los intentos positivistas de medición de la ejecución de un programa por cientistas políticos y periodistas, desde las 40 medidas de Salvador Allende en 1970 hasta las 110 proposiciones para Francia de François Mitterrand en 1981, o más recientemente las 100 primeras medidas de Donald Trump… sin reparar que lo que está siendo medido es en realidad el resultado de luchas políticas, simbólicas y sociales sobre cómo y cuánto se gobernó desde la promesa presidencial. Cualesquiera sean las métricas involucradas (escalas objetivas de cumplimiento, percepciones o sistemas de creencias), el hecho es que desde hace décadas que se observan dificultades crecientes para los gobernantes para no desviarse del programa, y para afirmar que “lo esencial” del programa ha sido cumplido. No cabe ninguna duda que si este estado de cosas era la tónica cuando el mundo era relativamente predecible (por ejemplo, durante la guerra fría, o cuando recién se desintegraba el mundo comunista), eso deja de ser cierto en tiempos de pérdida de soberanía de los Estados en un mundo capitalista cuyo orden y racionalidad se encuentra en disputa: es precisamente esta situación la que hoy estamos viviendo de modo agudo.

¿Cómo no ver que esta incapacidad de los gobernantes, sean estos presidentes o primeros ministros, es productora de frustración (los políticos no cumplen con lo que prometen), y eventualmente de conflictividad (por ejemplo, cuando se implementan políticas que no estaban contempladas en el programa, o cuando estas políticas contradicen ciertas promesas del programa)? En este estado del mundo, los gobernantes que fueron elegidos de modo democrático pero que gobiernan socavando la lógica de funcionamiento de la democracia representativa, poseen una gran ventaja: gobernar sin restricciones ni contrapesos permite acelerar la ejecución de un programa, entregando autenticidad a lo que se prometió durante la campaña electoral. Ese es el premio de los gobernantes iliberales que hoy proliferan. En este sentido, el vértigo que Donald Trump ha introducido en la política estadounidense y a escala global es sorprendente: su desempeño produce, por un tiempo, condiciones subjetivas de satisfacción en los grupos más descuidados por las administraciones demócratas. Queda abierta la pregunta si esta forma de gobernar es democráticamente sostenible en el tiempo de un mandato. El contraste es dramático con los gobernantes que, habiendo sido elegidos por sufragio popular, no renuncian a los mecanismos de contrapesos y equilibrios entre poderes, asumiendo el costo democrático de la lentitud que es inherente a la democracia representativa que se origina en el sufragio universal.

Quienes aspiran al sillón presidencial de O’Higgins en Chile debiesen tomar nota de la naturaleza profundamente hostil, e inquieta, del mundo que les tocará gobernar. Si ya era irrealista prometer, en 1990, eliminar la Unidad de Fomento en cinco minutos (Francisco Javier Errázuriz), y temerario afirmar que “en 20 días yo siento que hemos avanzado más que otros, tal vez, en 20 años” (Sebastián Piñera el 1 de abril de 2010), comprometer hoy de modo preciso metas de crecimiento, de inflación, de creación de empleo o medidas efectistas se traducirán en formas tempranas de descontento que las encuestas de opinión miden semana tras semana.

De lo anterior se sigue la importancia de comprometer principios de buen gobierno más que medidas, causas prácticas más que ideales intangibles, una utopía real (para retomar la expresión llena de sentido de Erik Olin Wright) más que sueños. Dicho en otras palabras, es mucho más honesto prometer un proyecto político mediante la descripción de una buena sociedad (y su justificación) que un programa de gobierno cuya implementación no depende de la voluntad presidencial, tampoco de un acuerdo con la oposición del momento, sino de las condiciones (especialmente económicas) del mundo.

Más profundamente, la honestidad democrática supone, como condición de posibilidad, enfrentar los facilismos de la democracia iliberal y la vía corta al paraíso sin libertades por autócratas (desde Trump a Erdogan por estos días). Si la democracia del sufragio universal consiste en elegir, entonces habrá que elegir no solo entre candidatos: hay todo un modo de vida en disputa.

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